domingo, 8 de mayo de 2011

Khajuraho



Tal vez les quedó algo de pudor y por ello escogieron el lugar más remoto, recóndito e inaudito para levantar sus templos.

Y fue, precisamente, su ubicación la que permitió que los mandires de la dinastía chandela pervivieran en el tiempo, y con ellos un sinfín de deidades, las que cubren sus fachadas, prácticamente desnudas, gozando con tanta naturalidad como descaro.

Y es que los templos de Khajuraho, a los que muchos llaman del amor cuando quieren decir sexo, no sólo son un capítulo indispensable en la historia india, fusión insuperable de la arquitectura y de la escultura más sublime, sino que son un sorprendente Kamasutra pétreo, en el que sus frescos representan todo tipo de posturas eróticas, en pareja, en grupo… e incluso con animales.

Aparentemente similares, puesto que siguen en su exterior un patrón común -frisos superpuestos que, conformando torres, culminan en una aguja- , el conjunto de templos de Khajuraho es de una riqueza insuperable.

Ante la minuciosidad de sus fachadas se congregan estupefactos turistas, en su mayoría locales, que admiran la prodigiosidad de sus ancentros, tan opuesta a sus recatados principios morales.

Y es que lo más admirable de estos templos donde triunfa la unión de lo más divino y lo más humano, más allá de «ese baile de coitos», como dijo Alberto Moravia, e incluso más allá de la naturalidad con la que los esculpieron, es que pudieran subsistir al paso del tiempo.

Fruto de una dinastía que reinó durante cinco siglos, los chandelas sucumbieron al poderío mogol, el imperio que dominó la India desde el siglo XVI al XIX.

Y si los chandelas desaparecieron no fue ese el sino de sus idolatrados templos, erigidos en tan sólo cien años (entre 950 y 1050), que esquivaron los designios de Alá.

Fue su emplazamiento, donde sólo había calor, polvo y selva, el que burló al destino y el que pone de manifiesto la grandeza de sus creadores, capaces de movilizar a un ejército de artesanos, obreros y escultores.

Con sus deidades hindúes en el interior, hoy los templos de Khajuraho perviven para deleite no sólo de sus esculturas, si bien se desconoce cuál era su próposito.

Hay quien habla de que esos frisos sexuales eran la manera de aleccionar a los jóvenes brahmanes en las artes amatorias…

Para otros, fue el capricho de un rey que los mandó erigir en honor de su madre, fecundada por un dios mientras se bañaba en un lago.

Para otros son una enseñanza universal: la manera de alcanzar el nirvana, o la unión del cielo y la tierra, de lo humano y lo divino…

O bien la plasmación de la famosa obra de Vatsyayana, ese Kama Sutra del que muchos en la India alardean, pero que no han leído o no lo han entendido.

Fueran lo que fueren, hoy estos templos profanos son patrimonio de la Humanidad, por su intrincada belleza y por representar naturalmente a la humanidad entera.

Pero fuera del recinto erótico-sagrado la otra vida sigue, allí se presenta la India real.

Esa India monótona, verde, de saris que brillan mientras las mujeres que los llevan se matan trabajando en el campo, de niños y más niños con sus ojos enmarcados en khol, de vacas, gallos y perros.

Es la India que vive superados los tópicos, donde las castas no son una anecdota sino una fuente. Porque no todos pueden beber la misma agua.

Es también una India en la que el curioso es bienvenido en las casas, cuyas puertas minúsculas obligan a agacharse para honrar así a quien se visita y a uno mismo

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